Entre putas y borrachos caminaba un
paladín dispuesto a traer justicia.
Bajo las ruinas del puente siempre
hacía frio, aunque hubiese mil almas en las calles aquel pedazo de
tierra parecía un cripta. Bajo las ruinas del puente de Magnimar
nunca brillaba el sol.
Ruinhijoputa lo sabía bien, se había
criado ahí. Mientras caminaba embozado como otro criminal más el
enano no dejaba de rumiar para sí lo mucho que detestaba aquella
cosa, aquel legado de los Señores de las Runas. Sabiendo lo que
sabía entonces, lo mucho que había aprendido a lo largo del año
anterior, la fascinación que otrora despertara en él aquel resto de
la extinta Tassilon...se había convertido en repulsión.
El enano caminaba firma, empujando a la
multitud para avanzar. Se sorprendió lo rápido que habían vuelto a
él los viejos reflejos de la calle. Su mano palpaba la bolsa cada
poco, detectaba a los rajabolsas y a los pillos con miradas rápidas,
y su rostro transmitía un aura de violencia que calmaba la más
fuerte de las ambiciones. Los obscenos tatuajes que lucía, porque
aquella era la palabra, en su rostro completaban su antiguo bagaje de
delincuente.
Aquellas habían sido sus calles, su
hogar. Reconocía aún con los nuevos rótulos los prostibulos en los
que había malgastado monedas ganadas sin honor, la Sirena Encantada
fue una vez La Princesa Impúdica, y los lugares en los que la
violencia de su vida criminal escribiera capítulos de su vida.
Siguiendo la información que Mister Jaeger le había conseguido, no
quería saber como, dobló una esquina en la que Tedrus la Rata mató
en una mala noche a su hermano Friggo Malparido, y poco después
caminó sobre los adoquines en los que Ruinhijoputa había acabado
con aquella alimaña. Usando un adoquin, que luego recolocó con
mimo. Se paró unos instantes sobre aquel arma improvisada, seguía
ahí.
Reemprendio la marcha con una oración
en los labios. Aquellas vidas se habían perdido por nada en aquella
época oscura de su vida, antes de la diosa, y temía por el alma de
quien fuera su hermano.
Llevaba pensando en su objetivo años.
Había sido su peor pesadilla de niño, una amenaza mortal de joven y
una herida clavada en el costado del barrio desde hacía demasiadas
décadas. Un usurero, proxeneta, esclavista, carnicero...un criminal
enquistado en el corazón de los más débiles de Magninar. Aquella
noche Ruinhijoputa iba a extirpar aquella enfermedad llamada
Ergommir.
El edificio no era nada especial, solo
los dos matones semiorcos de la puerta delataban algo de la auténtica
naturaleza del lugar. Eran enormes, musculosos, llenos de
perforaciones y de aspecto fiero, recubiertos de tatuajes que les
marcaban la cara. Aquello dejaba claro quien era su dueño, solo
Egommir practicaba aquella forma de marca. Ruinhijoputa lo sabía
bien. Le dolía recordar la noche en la que se ganó su nombre. Le
daba asco recordar el júbilo que sintió en aquel momento.
Sonaban los petardos.
Sonaban los cohetes.
Casi se olía el alcohol.
Aquella noche Manohacha y Fuji había
organizado una buena jarana. Necesitaba el ruido. Aquello estaba
bien.
Aquellos sacos de músculos se fijaron
en él.
-¿Ke koño mirash, bashura?-al paladín
siempre le costaba ejercer la violencia sobre personas con defectos
en el habla, no sabía bien porque. Le recordarían a Skruffy.
-Tu fea cara ¿cuanto te pagan?
Los semiorcos se pusieron tensos como
cuerdas de laud, los nudillos de sus manazas verdes se volvieron
blancas al agarrar con fuerza sus machetes. Sus ojitos brillaban con
codicia.
-¿Porke kojonesh lo preguntash?
-Porque dudo que te paguen lo
suficiente como para que te compense que te la parta...en dos-dicho
esto dejó entrever el enorme filo del Legislador.
-¿Me eshtash amenashando?-los dos
matones se pusieron firmes.
-Te estoy advirtiendo. Iros, ya.
-¡TE JODAN!-aquello lo pronunció
bien. El enorme hombretón movió con fiereza su arma, pero antes de
medio latido de corazón el Legislador ya había separado su mano del
brazo. Antes de que la carnaza cayese al suelo su compañero, que
debía ser mudo, ya estaba a media calle de distancia. El matón se
echó a llorar, Ruinhijoputa le agarró el muñón y sanó con el
dulce amor de Iomedae la herida.
-Vete, busca a la diosa y dale las
gracias por su misericordia.
-Shi.
-Ya.
Luego violó el umbral de la madriguera
de la bestia. Dejó la capa atrás. Él era la voluntad de la Diosa,
no algo que ocultar. Sino una celebración de la justicia.
El lugar olía a tinta. Docenas de
escribanos pasaban a limpio notas, contratos, adeudos y deudas en que
eran los grilletes que pesaban en el cuello de cientos de personas en
Magninar y más allá. Ancianos y jóvenes, de todas las razas de
Varisia, miserables como ratas....todos ellos eran los capataces que
ejercían la voluntad de Ergommir. Hoy iban a ser libres, les gustase
o no.
-¡No puedes estar aquí!
-¡Tu pellejo colgará del palo mayor!
-¡No sabes con quien te metes.
Le hizo gracia reconocer el graznido
del último escriba. Un viejo que había vendido a sus hijos cuando
él era un mocoso que correteaba por lugares como aquel.
-Mi pellejo ya está marcado, y sé
perfectamente con que clase de monstruo me estoy metiendo.
Comenzó a quebrar a espadazos las
endebles de trabajo de los escribas, derramando tinta sobre los
papeles, la madera y el filo del Legislador. Destrozaba con cada
golpe días de trabajo y coacciones. Aquellos miserables echaron a
correr.
Un silbato. Pisadas. Antes de darse
cuenta le rodeaban una docena larga de matones, tan brutos e idiotas
como los de fuera. Jóvenes, eso si...muchos no tenían aún la cara
marcada. Niños. Aquel monstruo no había cambiado.
-Lucháis por una abominación que no
se merece vuestras vidas-guardó al legislador y señaló con ambas
manos su faz-miradme bien. Ruinhijoputa es lo que Ergommir tatuó en
mi jeta cuando tenía vuestra misma edad. Ruinhijoputa es lo que me
llamaba a mí, a su matón y su cortagargantas favorito, quien
llenaba de putas monedas sus arcas semana tras semana. Para nada.
Pienso y vino rancio en burdeles llenos de gonorrea, esa fue la
recompensa de este soldado. Sabéis quien soy, el que se fue, el que
abandonó. Podéis hacer lo mismo que yo.
Uno de ellos se lanzó a por él, las
fuertes manos de Ruinhijoputa lo agarraron del cuello y lo lanzaron
al suelo con fuerza. Era la única lengua que entendían. Esperaba
ser aún capaz de hablarla con claridez.
-El nos lo ha dado todo.
-Os lo ha quitado todo y aún no os habéis dado cuenta, idiotas. Os ha quitado la juventud, os ha arrebatado la niñez, no os ha dejado ni el nombre.
Silencio.
-El nos lo ha dado todo.
-Os lo ha quitado todo y aún no os habéis dado cuenta, idiotas. Os ha quitado la juventud, os ha arrebatado la niñez, no os ha dejado ni el nombre.
Silencio.
-Ergommir se acaba hoy. De un modo u
otro. Os corresponde a vosotros decidir si también se acaba vuestra
vida.
A solas, rodeado de tinta, acero y
papel roto, Ruinhijoputa, Ergotrek como le llamara su madre, se echó
a llorar. Hubiese odiado verse obligar que matar a aquellos mocosos.
Felicidad, lágrimas de felicidad...un bien preciado. En su día llegaron a ser motivo de vergüenza.
Descendió al sótano. La casa podía
tener dos plantas, el mundo haber conocido décadas pero los hábitos
de la alimañana que venía a exterminar seguían siendo los mismos.
En su cueva, rodeado de paneles, tapices caros, hermosos cuadrados,
mesas de trabajo, toneles de tinta y toneladas de papel
cuidadosamente encantado descansaba la recia figura de Ergommir.
Calvo como un águila, con una barba larga y sin cuidar, los dedos
llenos de anillos y un bastón en las manos...la bestia esperaba
agazapada.
-¿Quien coño te crees que eres?-un
proyectil del tamaño de una daga voló desde el bastón hacia
Ruinhijoputa pero este elevó con indiferencia su palma y chocó
contra un muro invisible-¿no sabes quien cojones soy?
-No han pasado ni 20 años y ya me has
olvidado ¿eh?
-¿Quien?
-Ella era joven, tú tenías poder.
Decidiste que tenerme podía ser divertido.
-Tú.
-No un heredero, claro...más bien un
escalpelo. Un arma viviente. Un matón decidido a ganarse tu amor.
-Maldito hijo de puta ¡tendría que
haberte matado en el vientre de tu puta madre!
La respuesta de Ruinhijoputa fue
invocar el ardiente espíritu de su Legislador, el cual otrora
viviera en la espada de su maestra y que le juzgara digno pocos meses
atrás, y golpear con él las mesas. El papel ardía. La tinta en sus
frascos explotaba. Semanas de trabajo de la red se echaban a perder.
Luego años. Décadas de contratos. Fortunas.
-Y sin embargo aquí estamos.
El fuego lo devoraba todo. En su mano
el Legislador casi vibraba de expectación, o tal vez era él
expiando años de crimen y una vida de miedos.
-¿Por qué?-el anciano, no se había
percatado de lo mayor que era su padre hasta aquel momento de
vulnerabilidad.
-Tú lo sabes mejor que nadie.
-¡Que!
-Porque puedo.
-No eres más que un matón, malnacido.
El fuego destruía la obra de una vida. De una mala vida. No era bello. Solo necesario.
-Tal vez. Aprendí del mejor.
-No eres más que un matón, malnacido.
El fuego destruía la obra de una vida. De una mala vida. No era bello. Solo necesario.
-Tal vez. Aprendí del mejor.
Y después dejó al viejo monstruo.
Solo. La calle se ocuparía de él. Lo sabía bien, Ergommir había sido un gran maestro. Los fuegos artificiales seguían decorando el cielo lejos, más allá de la ruina tassilónica que en ocasiones dominaba sus pesadillas. Los siguió. Marcaban donde estaba la familia.